sábado, 20 de mayo de 2017

LA DIVINIZACIÓN DE LAS MANOS

La llegada de estos nuevos pobladores esteparios de lengua aglutinante a las fértiles llanuras costeras supuso el fin de las antiguas creencias y mitos prehistóricos. Tribus que a pesar de su escaso desarrollo cultural, gracias a su superioridad bélica (habían conseguido domesticar el caballo) y organizativa, consiguieron imponer en las tranquilas sociedades neolíticas sus ideas.

Aunque el tránsito no fue inmediato y al principio se mezclaron los dos mundos en conflicto, el de la diosa madre y el del dios civilizador. Por eso vemos que cada mito utiliza una fuerza creadora diferente (a Enkidu le da vida la diosa Aruru, mientras que el dios Enki ofrece su sangre para la creación del hombre).

En este contexto de confusión, se inicia una intensa campaña de desprestigio hacia la diosa madre, para erradicar por completo su supremacía sobre el dios masculino unificador. Por eso surge la lista del bien y del mal, para justificar que la nueva ideología es la buena y verdadera.

En esta campaña de desprestigio, las diosas madres son convertidas, en la mayoría de los casos, en consortes de los dioses masculinos, como decía Sanmartín, ocupando un lugar secundario, y siempre supeditadas al mundo natural que ellas han creado (Lilit es recluida en una cueva en el mar Rojo, Innana sale de un árbol al encuentro de Gilgamesh, por ejemplo, pero hay muchos más).

Sin embargo, en determinadas culturas, esta medida no era suficiente, empeorando la situación de la diosa, que unas veces se convierte en un monstruo horripilante, como le sucedió a Xiwangmu, la reina madre de occidente en la cultura china («al sur del mar occidental, sobre la ribera de arenas movedizas.... hay alguien usando una capa de tigre con dientes y una cola, vive en una cueva, se llama ... Xiwangmu está a cargo de la enfermedad y el castigo corporal», se lee en el libro de los montes y los mares del período de los Reinos Combatientes), mientras que otras simplemente desaparecen sin dejar huella, como le sucedió a la diosa de los hebreos, siendo sustituida por una mujer de carne y hueso, Eva. Allí donde se siembra la semilla del dios civilizador la diosa madre sufre una gran transformación.

De esta manera el dios civilizador, como un demiurgo, adquiere el poder creador de la diosa, que moldea la materia (el barro) con sus manos. Manos que a partir de este momento se convierten en el vehículo creador del universo. Unas manos que desde la prehistoria simbolizan el poder creador del hombre, que lo diferencia del resto de animales, y que le dotan de un don divino parecido al de la diosa, de la que se considera su hijo.

La divinización de las manos supone el siguiente paso para la destrucción del don creador e innato de la diosa. La naturaleza se convierte en el universo creado por esta diosa, y por tanto es maligno, pues está compuesto solo por materia. Lo divino, el bien, reside en el pensamiento, en la idea, que luego se plasma mediante la creación, en la imperfecta materia. La cual, luego, da vida con su aliento, o su sangre, que es donde reside el espíritu.

Y esta idea es la que se expande por doquier, al tiempo que lo hacen los hijos de Noé. Difundiendo por todas partes el mensaje de unidad, la lista del bien y el mal, las historias del diluvio, de la montaña de las mil lenguas, de la creación del hombre, y del dios civilizador. Que recogen mitos como el de Prometeo, el de Enki, el de Adán, o se debaten en complicadas disertaciones filosóficas en obras como la de Pitágoras y Platón.


Y la expansión de estas ideas y de estas tribus está atestiguada no solo en libros como la Biblia, también en escritores antiguos como Flavio Josefo o San Isidoro de Sevilla, así como por los restos materiales de civilizaciones tan antiguas como la sumeria en Mesopotamia, la troyana en Grecia o la de los Millares (íbera) y de Vila Nova (tartesia) en la Península Ibérica, pues constituyen el elemento material de esta propagación ideológica.





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