La
llegada de estos nuevos pobladores esteparios de lengua aglutinante a las
fértiles llanuras costeras supuso el fin de las antiguas creencias y mitos
prehistóricos. Tribus que a pesar de su escaso desarrollo cultural, gracias a
su superioridad bélica (habían conseguido domesticar el caballo) y
organizativa, consiguieron imponer en las tranquilas sociedades neolíticas sus
ideas.
Aunque
el tránsito no fue inmediato y al principio se mezclaron los dos mundos en
conflicto, el de la diosa madre y el del dios civilizador. Por eso vemos que
cada mito utiliza una fuerza creadora diferente (a Enkidu le da vida la diosa
Aruru, mientras que el dios Enki ofrece su sangre para la creación del hombre).
En este
contexto de confusión, se inicia una intensa campaña de desprestigio hacia la
diosa madre, para erradicar por completo su supremacía sobre el dios masculino
unificador. Por eso surge la lista del bien y del mal, para justificar que la
nueva ideología es la buena y verdadera.
En
esta campaña de desprestigio, las diosas madres son convertidas, en la mayoría
de los casos, en consortes de los dioses masculinos, como decía Sanmartín,
ocupando un lugar secundario, y siempre supeditadas al mundo natural que ellas
han creado (Lilit es recluida en una cueva en el mar Rojo, Innana sale de un
árbol al encuentro de Gilgamesh, por ejemplo, pero hay muchos más).
Sin
embargo, en determinadas culturas, esta medida no era suficiente, empeorando la
situación de la diosa, que unas veces se convierte en un monstruo horripilante,
como le sucedió a Xiwangmu, la reina madre de occidente en la cultura china («al sur del mar occidental, sobre la ribera
de arenas movedizas.... hay alguien usando una capa de tigre con dientes y una
cola, vive en una cueva, se llama ... Xiwangmu está a cargo de la enfermedad y
el castigo corporal», se lee en el libro
de los montes y los mares del período de los Reinos Combatientes), mientras
que otras simplemente desaparecen sin dejar huella, como le sucedió a la diosa
de los hebreos, siendo sustituida por una mujer de carne y hueso, Eva. Allí
donde se siembra la semilla del dios civilizador la diosa madre sufre una gran
transformación.
De
esta manera el dios civilizador, como un demiurgo, adquiere el poder creador de
la diosa, que moldea la materia (el barro) con sus manos. Manos que a partir de
este momento se convierten en el vehículo creador del universo. Unas manos que
desde la prehistoria simbolizan el poder creador del hombre, que lo diferencia
del resto de animales, y que le dotan de un don divino parecido al de la diosa,
de la que se considera su hijo.
La
divinización de las manos supone el siguiente paso para la destrucción del don
creador e innato de la diosa. La naturaleza se convierte en el universo creado
por esta diosa, y por tanto es maligno, pues está compuesto solo por materia.
Lo divino, el bien, reside en el pensamiento, en la idea, que luego se plasma
mediante la creación, en la imperfecta materia. La cual, luego, da vida con su
aliento, o su sangre, que es donde reside el espíritu.
Y esta
idea es la que se expande por doquier, al tiempo que lo hacen los hijos de Noé.
Difundiendo por todas partes el mensaje de unidad, la lista del bien y el mal,
las historias del diluvio, de la montaña de las mil lenguas, de la creación del
hombre, y del dios civilizador. Que recogen mitos como el de Prometeo, el de
Enki, el de Adán, o se debaten en complicadas disertaciones filosóficas en
obras como la de Pitágoras y Platón.
Y la
expansión de estas ideas y de estas tribus está atestiguada no solo en libros
como la Biblia, también en escritores antiguos como Flavio Josefo o San Isidoro
de Sevilla, así como por los restos materiales de civilizaciones tan antiguas
como la sumeria en Mesopotamia, la troyana en Grecia o la de los Millares
(íbera) y de Vila Nova (tartesia) en la Península Ibérica, pues constituyen el
elemento material de esta propagación ideológica.